En los últimos años el equipo de Tigres nos ha condenado a un eterno te odio, te amo.
La historia comenzó a agudizarse en agosto del 2015. El día cinco, para exactos. Cuando perdimos la final de la Copa Libertadores de América frente a River Plate, en una llave que nos dejó a todos con la sensación de que se pudo hacer más. De que se debió de hacer más.
Entonces muchos aficionados intentamos odiar al equipo, pero fracasamos. Un poco porque a los colores jamás se les desprecia. Otro tanto porque en diciembre de ese mismo año, los del Tuca Ferreti se las arreglaron para salir campeones de Liga en una final que, dicho sea de paso, también la vivimos al borde de la locura.
En 2016 Rayados nos echó en Cuartos de Final, y el cuento fue el mismo. Más tardamos tratando de querer menos al equipo que éste en regalarnos la quinta estrella. Nada y más y nada menos que en navidad.
¿Es necesario que les recuerde lo que ocurrió en 2017?
No, pero igual lo hago. Pasamos de la frustración a la gloria. Porque en verano pudimos salir bicampeones y no quisimos. O no pudimos. O no hicimos lo suficiente para vencer a Chivas. Para el caso es lo mismo.
De nueva cuenta intentamos hacer como que odiábamos al equipo, porque a esas alturas ya habíamos entendido que odiarlo no podíamos. Que quererlo menos tampoco era una opción. Entonces tocaba la mentira, sí. Pero una mentira grande como que los odiábamos.
Y estábamos en medio del montaje cuando a estos tipos de amarillo se les ocurrió salir campeones en diciembre… ¡ante Monterrey! ¡En su casa y con su gente!
Pensaba que la última confusión la habíamos sufrido en 2019, cuando perdimos la final de CONCACAF contra Rayados y semanas más tarde ganamos el torneo local, pero lo que ocurrió en 2020 entra a la perfección en este raro guión de: te odio, te amo. O de: finjo odiarte, mas no puedo dejar de amarte.
Porque el torneo lo arrancamos bien, con una propuesta diferente. Más cercana a lo que quería la gente que a lo que les dormía. Pero pronto caímos en un bache del que pensamos no salir más.
Y se lesionó Nahuel… y lo debutamos a Gustavo. Y el torneo parecía irse por el caño, mas Guzmán volvió y Tuca le movió. Lo alineó a Leo, y Diente se enganchó. En un abrir y cerrar de ojos, el equipo acabó con el futuro entre sus manos.
Necesitábamos un triunfo y un empate, cuando menos. Quedaban tres partidos en el calendario. Empatamos los tres y nos fuimos a repechaje.
Vencimos a Toluca en un primer tiempo muy bueno y un segundo muy malo. Nos sacó Cruz Azul en Cuartos y de nueva cuenta estábamos fingiendo odiar al equipo, cuando van y le meten cuatro a New York City. Dijimos: bueno, pero falta todavía. Le marcamos tres a Olimpia y dijimos: va, pero hay que ganar la final.
Y la final la empezamos perdiendo, pero por alguna extraña razón conservamos el papel de: te amo, y seguimos apoyando.
La recompensa fue mayúscula. Porque en un 1-2, marcador siempre presente en nuestras mejores noches, salimos campeones de ese torneo que tanto se nos había negado.
Mañana comienza un nuevo torneo, y las exigencias son las mismas: ser protagonistas y hacer todo lo posible por salir campeón. Cerrar dentro de los primeros cuatro, cuando menos. Llegar a semifinales, como mínimo.
Mas esas metas te las pone la directiva, Tigres. Yo desde mi trinchera. O desde el monitor. O desde el micrófono. O desde mi sillón. O desde twitter. Desde donde sea que me toque apoyarte, solo te pido… ¡te ruego que este torneo no me hagas fingir odiarte!
La vida da mil vueltas, más si hay una pelota de por medio…