Cuando se anunció la llegada de Florian Thauvin al equipo de Tigres, los aficionados no guardaron composturas.
Se dejaron llevar por la algarabía del recuerdo… por lo mucho que le ha dado al club un paisano suyo, y se desvivieron en aplausos y cumplidos.
En elogios en favor de alguien que aún no vestía la casaca amarilla y a quien probablemente nunca antes habían visto jugar, pero que contaba con lo necesario para despertar ilusiones.
Y aunque en la justa olímpica hubo quienes se mofaron de él (agregando al triste debut que tuvo ante el Santos Laguna), Florian Thauvin ha sabido reponerse, y en muy poco tiempo le ha dejado bien en claro a los aficionados que lo suyo no es solo nombre y apellido. Que la casaca número veintiséis del conjunto felino está bien representada.
Ante Querétaro marcó su primer gol con una pegada exquisita, mas fue en el duelo contra Mazatlán y en este último frente al Atlas de Guadalajara cuando vimos su verdadera virtud dentro del terreno de juego.
Hay futbolistas que se entienden bien en la cancha, y por lo tanto se buscan y casi siempre se encuentran.
Sucedió con Sobis y Gignac, y sucede ahora con Leo Fernández y Diente López cada que coinciden en el rectángulo verde.
No obstante, el caso de Florian Thauvin es bastante especial, pues el hombre no necesita conocer demasiado a sus compañeros para armar buenas sociedades.
Lo hizo con Carlos González, ante Mazatlán. Lo repitió con Diente López, frente al Atlas.
El chico te promediará de diez a quince goles por año, mas será siempre parte de las jugadas ofensivas.
En ocasiones siendo el del toque previo al remate final; en otras colaborando con el tejido de dichas opciones y agregándole lo necesario para que sean de peligro.
A Florian Thauvin no hay que analizarlo con ojo vulgar. Lo suyo es de campeón del mundo para arriba. Con esa lupa se le habrá de analizar y juzgar… disfrutar, casi siempre.
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